Auschwitz: la última estación del arte

Reflexiones sobre la representación del Holocausto

 

Texto: Carlos García Mera
Ilustración: Farah Ali (farali_95)

 

(…) cuando subía (Leoncio) desde el Pireo por la parte de fuera de la muralla norte, se dio cuenta de que yacían en el suelo unos cadáveres junto al verdugo, y por un lado le apetecía verlos, pero por otro también sentía aversión y se echaba atrás; durante un tiempo estuvo luchando y cubriéndose el rostro, pero finalmente, vencido por su apetencia, abriendo de par en par los ojos echó a correr hacia los cadáveres y dijo: “¡Mirad, desgraciados, saciaos con este hermoso espectáculo!1

Platón

 

El Holocausto en la cultura

Partiendo del rechazo absoluto y compartido que todos, o al menos así lo creo, sentimos desde el ámbito moral hacia el Holocausto, y de forma determinante hacia su ejecución más sofisticada, lo que realmente nos fascina y horroriza al mismo tiempo es la compleja maquinaria que la ideología dispuso para estos crímenes: duchas químicas, cámaras de gas, habitaciones radioactivas… Lo que suscita aquí el debate, a raíz de la exposición Auschwitz, no hace mucho no muy lejos 2, es la extraña atracción que el sufrimiento del Otro3 nos produce y cómo esto nos lleva al hecho museístico. ¿En qué estación se baja el arte y sube la pornografía, si en algún caso son distintos? ¿Por qué no suscita el mismo interés estético la Revolución Cultural china o el sistema de la Dirección General de Campos de Trabajo Correccional y Colonias soviético? En gran parte se debe a que la Alemania Nazi estaba bajo las ordenes de Adolf Hitler, que, en último término, era un artista frustrado; y a la gran preocupación por el hecho estético que caracterizó el Tercer Reich. Es este punto lo que realmente nos atrae del nazismo, su gran poder simbólico-estético. No podemos olvidar que entre 1934 y 1945 la colección de alta costura más solicitada en Alemania fue la de Hugo Boss, diseñador de los uniformes de las Schutzstaffel.

Habría, entonces, que hacer un análisis de la estética del terror y de cómo la ideología establece un “arte” de matar incluso en la más absoluta y despiadada burocracia alemana. Así se presentan los campos de exterminio nazis: la maquinaria de Estado perfecta para la aniquilación aséptica. Es decir, la idea de que los soldados nazis, muy lejos de haberse dejado llevar por una voluntad demoníaca de infligir daño, no eran más que funcionarios modélicos y obedientes dedicados a hacer su trabajo. Hay que concretar que la propia burocratización del Holocausto tuvo un efecto libidinal4 ambiguo: por un lado, permitió a algunos de los participantes neutralizar el horror y considerarlo “un trabajo como cualquier otro”; por otro, “la burocratización constituía en sí misma la fuente de un goce suplementario”5, la lección esencial de este ritual perverso.

En 2001, el compositor alemán Karlheinz Stockhausen afirmó que los atentados del 11-S fueron “la mayor obra de arte jamás hecha”6. Si bien es cierto que se retractó poco después de sus palabras, cabe admirar su humildad como alemán al no reconocer, en sus propios términos, el Holocausto como la mayor obra de arte jamás hecha. De hecho, él mismo retomaría esta idea al volver, años después, sobre su ópera Donnerstag aus Licht. Del mismo modo, Adorno se preguntó si la poesía sería posible después de Auschwitz. La interpretación más común habla de la imposibilidad del arte después de la destrucción de los pilares morales de nuestra sociedad —cosa que el tiempo ha terminado por ignorar, puesto que no solo es posible la poesía, sino que también es posible la reproducción de los métodos nazis—; la otra interpretación, más sugerente y controvertida, sería afirmar que Auschwitz fue la mayor obra poética jamás hecha y que todo lo que viniera después simplemente no diría nada.

En este sentido podríamos afirmar que el Tercer Reich es una gigantesca performance donde la política pasó a ser un medio más de expresión artística. No es baladí la puesta en escena de la maquinaria ideológica nazi, las celebraciones anuales en Núremberg, ni la manera en que Hitler sustituyó la mera creencia por el acto ritual, haciendo así de la forma el contenido. Es decir: la prevalencia de la representación estética de la ideología más que la ideología en sí. Pero lo que realmente hace que el Tercer Reich sea tan sugerente es el uso de la estética como mecanismo de terror —y viceversa—.

La estética de la no estética

 La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto un objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite ver su propia aniquilación como goce estético de primer orden. De esto se trata en la estetización de la política puesta en práctica por el fascismo. El comunismo le responde con la politización del arte. 7

Walter Benjamin

Alemania es la cuna de la cultura occidental. No sólo en un sentido etimológico contrapuesto a la Civilisation francesa, relacionada con los valores cortesanos del antiguo régimen.8 La Kultur representaba los valores profundos y originales de la sociedad burguesa emergente a finales del s. XVII imbricados con el sentimiento nacional. La música jugó un papel determinante para ese proyecto de comunidad popular (volksgemeinschaft), y no solo por el hecho de que la historia de la música occidental sea la historia de la música alemana, desde Martín Agrícola en el s. XIV hasta Wagner —el máximo exponente de la Kultur alemana— pasando por Bach, Mozart o Beethoven9.

Así pues, no es raro pensar que la Alemania de mediados de siglo XX fuera la capital de la música “culta”, aún hoy perdura ese sentimiento. A partir de aquí, podemos llegar a comprender cómo el régimen nazi pudo ligar ese profundo sentir musical a la estética del terror. La presencia de la música en los campos de concentración era una constante que reflejaba la relación que los alemanes tenían con la cultura. Precisamente es esta relación la que desvela una razón oculta en la formación de orquestas judías dentro de los campos de concentración o la emisión constante de obras de compositores alemanes en los barracones. Estos mecanismos que la estética del terror disponía lograban un alejamiento del punto central del arte, distanciando al individuo de todo placer estético. No es de extrañar que muchos de los antiguos torturados en campos de concentración aborrezcan de forma determinante cualquier expresión musical.

Así, y como veremos más adelante, la estética del terror consiste en desplazar el placer estético a una dimensión obscena donde no solo no existe, sino que no puede existir a menos que el tiempo, a través de su mirada al pasado, proyecte este goce estético hacia el futuro. El arquitecto y Ministro de Armamento y Guerra del Tercer Reich, Albert Speer, supo ver en el “valor de la ruina” esta idea de proyección estética hacia adelante. Sus edificios eran intencionadamente construidos con materiales duros para soportar los embates del clima y de la guerra y, a su vez, con materiales débiles que anticipaban la ruina. El placer estético no estaba en el edificio recién construido, sino que este se proyectaba hacia el futuro como una construcción que solo el tiempo era capaz de completar. Los mecanismos que la estética del terror dispone son muy similares, por eso, solo hoy podemos empezar a vislumbrar una “estética del Holocausto”.

Acostumbrados ahora a ver los vestigios del pasado, olvidamos las voces que lo habitaban: son objetos mudos, entre otras cosas porque les hemos vaciado de todo contenido. Hay que eliminar el tabú a la hora de señalar los aspectos estéticos del Holocausto, y más aún en su representación posterior a la Segunda Guerra Mundial. La exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, casi parece mostrar el atrezo de una película de Spielberg, ya que el cine ha plasmado la imagen más frívola y sui generis del gran terror que aconteció en la primera mitad del siglo pasado. Al pasear por sus salas —ociosos ante el horror— vemos, por ejemplo, cómo se ha traído pieza a pieza un barracón original de Auschwitz, a modo de neo-templo de Debod; las concertinas originales en las que se realizaron las más célebres fotografías con niños asomando sus cabezas entre los intersticios de la sombra; o incluso un vagón donde se hacinaban las víctimas. Todo esto produce, al menos en mí, una inquietante sensación, un asistir a nuestra propia naturaleza como civilización. Nuestros pilares culturales, imbricados profundamente en la tradición judeocristiana, se basan en la veneración del sufrimiento y su posterior conversión en el objeto artístico. La necesidad estética que exhibe el nazismo adquiere así una dimensión inquietante. Al llegar al campo de concentración, la presencia de la muerte como representación estética desaparece. En 1943 Heinrich Himmler, máximo rango militar de las SS (Reichsführer-SS), afirmaba:

 

Vosotros, en vuestra mayoría de edad, debéis saber bien lo que son cien cadáveres, uno al lado del otro, o bien quinientos o mil. Haber resistido, y al mismo tiempo, al margen de algunas excepciones causadas por la debilidad humana, haber permanecido como hombres honestos, es lo que nos ha endurecido. Esta es una página gloriosa de nuestra historia que nunca se ha escrito y que no se escribirá jamás.10

 

El campo de concentración bajo la estética del terror despoja a la idea de la muerte de su dimensión ritual y también de cualquier otro tipo de representación estética previa. Por supuesto, esto no niega el Holocausto en términos absolutos, pero en ciertos aspectos sí que podemos adoptar la visión de Jean Baudrillard11 y negar la realidad sustantiva de la Segunda Guerra Mundial en base a su reproducción cinematográfica. Es decir: el Holocausto existe porque hemos creado una mitología audiovisual que sustenta su relato, no porque realmente tengamos una memoria universal que nos recuerde qué pasó. La historia nunca ha sido real, al menos en cuanto a su representación de la realidad como una sucesión de ficciones verosímiles. Así, lo único real es el presente, pero ¿quién consigue asir el presente? Imre Kertész, que a la sazón también fue prisionero en Auschwitz, afirma que nada puede acceder a una “imaginación real del Holocausto”12, solo podemos llegar a ella a través de la ficción y no como realidad. Podríamos afirmar que la única forma que tenemos de acercarnos a la realidad del Holocausto es a través de la ficción porque en los campos de concentración toda representación estética fue abolida. Aunque hay una excepción fundamental: la estética del terror seguía operando de un modo velado, es decir, la supresión de cualquier elemento de goce estético ponía precisamente de manifiesto el origen de su propia representación hacia el futuro. Sin esta dimensión de volver continuamente al pasado para traerlo hacia el presente, la vida sería como una constante huida frente a lo real.

Auschwitz, ciudad de vacaciones, dígame

 El cine ha abierto una brecha en la antigua verdad heracliteana: los que están despiertos tienen un mundo en común, los que sueñan tienen uno cada uno. Y lo ha hecho, por cierto, mucho menos a través de representaciones del mundo onírico que a través de creaciones de figuras del sueño colectivo, como el ratón Mickey, que hoy da la vuelta al mundo. 13

Walter Benjamin

 Que la mirada que el ser contemporáneo14 imprime al mundo y los sistemas de control están íntimamente relacionados no es un secreto. Que todo se organiza en la polis contemporánea, en esta especie de lugar inhóspito y agresivo en el que vivimos, de acuerdo a patrones de consumo de masas, tampoco es un secreto o, en todo caso, lo es a voces. Así, las experiencias, hay que consumirlas en masa, en rebaño: surgen los conciertos, el cine, la televisión en su disfrazada individualidad, pero también la exposición. La exposición en el mundo contemporáneo no es más que la exaltación de la masa y la mercancía o, en palabras de Benjamin, aquellos lugares de peregrinaje de la mercancía fetiche. La mercancía de “Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos.” que nos ocupa, no se expone ante nosotros, sino que nosotros somos los realmente expuestos ante ella, desvelando el comportamiento del ser contemporáneo enfermo de historiografía15.

La experiencia en Marina d’Or o en Auschwitz comparten un denominador común: son ficciones a las que no se puede asistir. Podemos establecer claras similitudes entre uno y otro, por ejemplo: ambos fueron construidos —recordemos que después del fin de la Segunda Guerra Mundial se reconstruyeron, con ciertas licencias, los campos de concentración del Tercer Reich— con el fin de explicar cómo debía entenderse y cómo debía producirse la experiencia dentro. Esta imposición de lo que debe ser sentido transforma la experiencia en un camino solo de ida, un recorrido unidireccional que imposibilita la reflexión sobre lo que allí acontece.  Se podría afirmar entonces, siguiendo con la tesis de Baudrillar, que toda ciudad de vacaciones encierra en sí misma un campo de concentración mercantilista y voluntario: Marina d’Or existe para ocultarnos que Auschwitz sigue existiendo. Un intento de disimular el gran vacío con puñados de arena soltados uno a uno. No obstante, podemos hacer la lectura inversa y ver que Auschwitz se ha convertido en Marina d’Or y que, a la vista está, no hay problema en promocionar una experiencia del terror como si fuera una atracción. Asistimos a una dimensión que no nos pertenece, que no puede asir lo establecido y que contribuye a la estetización de la experiencia.

El terrible acontecimiento que asoló a la Europa del s. XX se ha convertido en un producto de consumo, lo que en términos marxistas se traduciría como el más absoluto fetichismo de la mercancía16. Así, hoy no hay distinción cualitativa entre el zapato de un judío asesinado en Auschwitz y un fragmento de la cruz, o lignum crucix; ambos son objetos portadores del sufrimiento y del horror y es en ellos donde reside su cualidad museística y de iconodulia. Por otro lado, cabría preguntarse si, una vez despojados de este fetichismo, tienen algún tipo de interés, lo que eliminaría la distinción cualitativa entre elloses decir: se convertirían en simples objetos y nada más.  Lo que se nos muestra en la exposición no deja de obedecer a la propia ideología del sistema capitalista, a saber, el cómo se hizo, el making off del Holocausto. El ser humano contemporáneo quiere asomarse al mecanismo de producción, y lejos de destruir la ilusión que produce el fetichismo, la fortalece en la medida en la que vuelve evidente la distancia entre las causas materiales y el efecto de superficie.17 Así pues, no nos interesa tanto el truco de magia sino saber cómo funciona. Es decir, nuestra contradicción radica en que Auschwitz (el proceso de producción), lejos de ser el lugar secreto de lo prohibido, de lo que no puede ni debe ser mostrado, de lo que queda oculto por el fetiche, actúa como el fetiche en sí mismo, cuya presencia nos fascina. Esto es algo propio de la posmodernidad, en tanto que el propio proceso de producción funciona como el ocultamiento de la dimensión crucial de la forma, es decir, del modo social de producción. Si llevo este análisis estético-marxista un paso más allá, vemos claro el esquema en el que las tres figuras sucesivas del fetichismo aparecen: en primer lugar, el fetichismo interpersonal tradicional (el carisma del amo en términos lacanianos); en segundo lugar, el fetichismo de la mercancía de uso, entendido como relaciones entre cosas en lugar de relaciones entre personas y, por último, la desaparición gradual de la propia materialidad del fetiche.

¿Qué aporta realmente a la experiencia estética, al hecho expositivo, que un vagón o un barracón de Auschwitz sean o no originales? ¿Acaso sabemos que lo son? La verdad está ahí fuera, y es aterradora. El ser contemporáneo busca la experiencia del Holocausto y esa experiencia es más accesible con los objetos que realmente vieron el horror. Jeremy Rifkin definió este problema como “capitalismo cultural”18, y es sin duda el rasgo que más subraya nuestra relación con las mercancías, a saber, la cosificación directa de la experiencia. Las relaciones que se establecen entre un objeto y su imagen simbólica se dan la vuelta. Donde antes la imagen representaba el producto, ahora es el producto el que representa esa dimensión simbólica. Si antes el Holocausto constituía el límite de lo perverso, ahora es ese límite perverso el que desvela el potencial simbólico-estético del Holocausto convertido en obra de arte a través del cine, los museos o la literatura, y su irremediable consecuencia lógica: el selfie en Auschwitz con un bolso de Hugo Boss.

Así pues, el ser contemporáneo compra menos objetos materiales por su especificad técnica, y los sustituye por las experiencias que le generan dichos objetos, o directamente compra experiencias. Yendo más allá de lo que Mark Slouka señaló en este comportamiento al afirmar que “nos convertimos en consumidores de nuestras propias vidas”19, podemos decir que nos hemos convertido en consumidores de otras vidas que no nos pertenecen. Al acceder a esta exposición que alberga un compendio de objetos y, más importante aún, espacios habitables originales, podemos acercarnos cada vez más a la experiencia de un judío en Auschwitz. Surge la pregunta rápidamente: ¿llegará el ser contemporáneo a pagar por “hospedarse” un fin de semana en un campo de concentración?20 ¿Llegará a tal punto la cosificación de la experiencia que, para acceder a la realidad del Holocausto, el ser humano reciba, voluntariamente, sesiones de tortura bajo control? ¿Se convertirá Alemania lentamente en lo que fue la antigua Grecia para la Roma imperial, a saber, un destino para el turismo cultural basado en la experiencia sin ninguna relevancia en el mundo? ¡Siéntase como un autentico judío en la Alemania de los años cuarenta, ahora con un 30% de descuento!

Las imágenes más impactantes de la exposición no corresponden a esta realidad sustantiva en la que vemos objetos traídos del pasado más cercano, o pilas de cadáveres en una fosa, eso ya no nos impresiona y cualquier día podemos ser partícipes de imágenes mucho más cruentas y desagradables viendo la televisión. Lo que realmente sobrecoge es el espacio deshabitado, la estación de destino en la que nadie nos espera, aunque sea para poner fin a nuestra vida. La certeza absoluta de que, incluso en ese instante, estamos solos.

 

Notas y referencias

1 PLATÓN, La república, Gredos, 2003, 439e-440a.
2 Ubicada en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid desde el 1 de diciembre de 2017 y prorrogada hasta el 3 de febrero de 2019.
3 Aquí se hace referencia al Otro en el sentido que Lacan lo describe. Brevemente, el Otro es lo ajeno más allá del yo que se encuentra en permanente conflicto. El yo se define a través de la existencia y el discurso del Otro manifestándose en el inconsciente.
4 Sigmund Freud define el efecto libidinal como el afecto ligado a la transformación energética de las pulsiones, cuya meta original sería siempre sexual (si bien puede ser “desexualizada” secundariamente, lo que implicaría inexorablemente renuncia o compromiso y un esfuerzo para canalizarla de manera diversa).
5 Slavoj ZIZEK, El acoso de las fanstasías. Akal, 2011, p. 65.
6 Esto remite indudablemente a aquello que André Breton sentenciaba en el Segundo Manifiesto Surrealista: “El acto surrealista más sencillo consiste en bajar a la calle, pistola en mano, y disparar al azar mientras se pueda a la multitud”.
7 Walter BENJAMIN, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Itaca, 2003, pp. 98-99.
8 Crf. Joan GOBERNA, “Conceptos en el frente. La querella de la Kultur y la Civilisation durante la I Guerra Mundial”, en Historia contemporánea 28 (2004), pp. 425-437.
9 Si se quiere profundizar en la relación de la música y el Tercer Reich se recomienda En el silencio de la cultura, de Carmen PARDO (Sexto Piso, 2016). Especialmente los apartados “El espejo de la Novena” y “El Tercer Reich como espacio acústico”.
10 Citado en Jean-Luc NANCY, “La representation interdite”, en Le Genre Humain 36 (2001), p. 27. (“Vous, dans votre majorité, vous devez savoir ce que c’est que 100 cadavres, l’un à côté de l’autre, ou bien 500 ou 1 000. D’avoir tenu bon, et en même temps, à part quelques exceptions causées par la faiblesse humaine, être restés des honnêtes hommes, c’est ce qui nous a endur- cis. C’est une page de gloire de notre histoire qui n’a jamais été écrite et qui ne le sera jamais”).
11 Aquí se hace referencia al célebre libro de este autor La guerra del Golfo no ha tenido lugar (Anagrama, 1991). ¿l en un campo de concentración?stellano enomo 2019. l er
12 Imre KERTÉSZ, Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura, Herder, 2002, p. 65.
13 Op. Cit. p. 87.
14 Brevemente apuntamos ser contemporáneo como el conjunto de relaciones, contextos y sistemas socio-culturales relativos a Occidente que imponen o performan un modo de conducta humana global cuya principal característica es el acallamiento de sí ante el horror. El asistir pasivo al espectáculo cruel de la realidad que acontece.
15 Para ampliar esta relación de la contemporaneidad y la historiografía se puede consultar la Segunda consideración intempestiva: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida de F. Nietzsche.
16 Definir sucintamente qué es el fetichismo de la mercancía es harto complicado. No obstante, en el texto se hace referencia a este concepto introducido por Marx en un sentido lacaniano, es decir: si Marx lo aplica a una realidad material, lejos de una raíz psicológica o religiosa, en la que el fetiche oculta en la mercancía el trabajo y el Capital a través del juego económico, el fetiche adquiere luego distintas formas, entre ellas pararreligiosas y libidinales. La opción que aquí se toma plantea el fetiche de la mercancía como un modo de pensar abstracto y conceptual donde el fetichismo de la mercancía “ofrece una especie de matriz que nos permite generar todas las formas de inversión fetichista, como si la dialéctica de la forma mercancía nos diera una clave para la comprensión teórica de fenómenos que a primera vista no tuvieran nada que ver con la economía política (ley, religión, etc.)”. Citado en Slavoj ZIZEK, Ideología. Un mapa de la cuestión., Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 334.
17 Entiéndase el efecto de superficie, en términos marxistas, como aquella parte que de la ideología que emerge del ocultamiento de la superestructura. Haciendo un símil médico, el efecto de superficie es el síntoma y la superestructura la enfermedad.
18 Se puede ampliar este concepto en Jeremy RIFKIN, La era del acceso, Paidós, 2002, y en el Capítulo IX, “El capitalismo cultural” de Slavoj ZIZEK, Repetir Lenin, Akal, 2004.
19 Citado en Jeremy RIFKIN, La era del acceso, p. 171.
20 Al término de la redacción de este artículo, Alejandro Salamanca tuvo a bien comentarme que en el campo de Ravensbrück los visitantes pueden hacer noche en las dependencias de las guardesas.